miércoles, 25 de mayo de 2011

La Vid

"...El corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda para que dé más todavía..."  San Juan 15



La cosa es mas o menos asi, venía en el metro, saco las lecturas del día, que recibo via email, las leo y llego a la meditación, hoy la de San Francisco Javier, y la primera línea me toca inmediatemente:
"Que nadie alimente la ilusión de pensar que destacará en las cosas grandes, si no destaca en las cosas humildes".  Epa!, ¿Que hago entonces con lo que he ido madurando en el corazón? ¿con mi idea de consagrarme definitivamente al Amor Eterno?.  Que gran balde de agua fría sentí.  Pero luego me di cuenta que, muy por el contrario, no es la idea el desanimarme sino el empujarme a comenzar desde abajo.
El Señor te pide eso, comenzar con pequeñas obras, que al ir creciendo, si se suman entre sí, dan como resultado una obra grande a su gloria, a su nombre.
¿Que saco con construir una gran catedral si carezco de Fé?, creo que por ahi va la cosa.
Dice Jesús "Al que da fruto, lo poda para que de más todavía", que miedo!, no basta con avanzar hasta ese punto cómodo en el que me siento un buen Cristiano (Decía antes; ir a Misa, orar, confesarme y participar de la ritualistica), el Señor, un jefe muy exigente, te pide más (Aunque nada que Él no te haya dado antes), y quien da poco se le pedirá poco.  
La frase de San Francisco Javier, que sea un comienzo, que sea un entender de como se avanza, paso a paso, en la tarea tremenda de traer un poco del Reino de Dios a nuestro mundo.

Señor
Enseñame a caminar en tu camino
Enseñame a ir paso a paso
Alegrate conmigo en mis pequeñas obras consagradas a ti
Para que, algún día, sea mi propia vida una obra ofrendada a tu gloria.
Amen

lunes, 23 de mayo de 2011

Camino





Uno se puede pasar la vida buscandolo, pero finalmente es Dios quien te encuentra.
Es Él quien sale a tu encuentro, te pilla en la mitad de cualquier camino, y te conduce al suyo.  Quien otro sino Dios mismo; "Camino, Verdad y Vida".    Dios mismo, como el Padre misericordioso de la parábola, te divisa y sale a tu encuentro, y es donde esa imagen que tanto me conmueve, en la que devuelve la dignidad al hijo perdido, se hace realidad.  Eso pasa todos los días.
Ese encuentro con Dios, que sin duda es un encuentro feliz, se transforma siempre en el comienzo de un nuevo camino, y vaya camino!.  Y si estás dispuesto a recorrerlo, y avanzas, en algun momento te encontrarás caminando en un lugar que, aunque iluminado, aparece muchas veces sin señalización, es entonces cuando vienen grandes preguntas; ¿Es este el camino?, ¿Que es lo que esperas de mi Señor?, ¿Donde me llevas?, ¿Cual es el fin?.  Y es ahí donde debemos mostrarnos dispuestos, porque las respuestas pueden ser duras y dolorosas pruebas.  Finalmente, en ese punto entendemos que somos instrumentos suyos; ¿Para que? ufff, como saberlo...
Con la ayuda de la meditación, de la oración, del silencio, de la eucaristia puedes encontrar algunas respuestas, pero no todas, porque por cada respuesta que se va escribiendo en el corazón, surgen siempre cada vez más preguntas.  Es importante, por lo mismo, estar muy atentos, no vaya a ser que una de esas respuestas te saquen del camino.
Por mi parte, mi camino recién comienza, las heridas cada vez sanan mejor, y las bendiciones y las sutilezas del Señor me acompañan siempre.  Dios se manifiesta todos los días con pequeños signos, con mucha ayuda, con mucha luz y paz,  y si bien mis deseos tienen metas altas, sólo Dios puede indicarme si son metas apropiadas, o si estoy preparado para ellas o debo prepararme aún más. 
Padre querido, estoy en tus manos, Madre de los Cielos, enseñame a decirle siempre Si al Señor...

Espiritu Santo eres el alma de mi alma
te adoro humildemente
ilumíname, fortifícame, guíame, consuélame
Y en cuanto corresponde al plan del Eterno Padre Dios
revélame tus deseos.
Dame a conocer lo que el Amor eterno desea de mi
Dame a conocer lo que debo realizar
Dame a conocer lo que debo sufrir
Dame a conocer lo que silencioso, con modestia
y en oración debo aceptar, cargar y soportar.
Si, Espiritu Santo, dame a conocer la voluntad del Padre.
Pues toda mi vida no quiere ser otra cosa que un continuado
y perpetuo Si a los deseos y al querer del Eterno Padre Dios.
Amén. 

YO soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por Mí. Juan14 :6



"YO soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por Mí"    Juan14 :6

lunes, 2 de mayo de 2011

Benedicto XVI: Homilia Beatificación Juan Pablo II

"...Maestro, sabemos que tú has venido de parte de Dios para enseñar..." (Evangelio según San Juan 3, 2)



Queridos hermanos y hermanas.
Hace seis años nos encontrábamos en esta Plaza para celebrar los funerales del Papa Juan Pablo II. El dolor por su pérdida era profundo, pero más grande todavía era el sentido de una inmensa gracia que envolvía a Roma y al mundo entero, gracia que era fruto de toda la vida de mi amado Predecesor y, especialmente, de su testimonio en el sufrimiento. Ya en aquel día percibíamos el perfume de su santidad, y el Pueblo de Dios manifestó de muchas maneras su veneración hacia él. Por eso, he querido que, respetando debidamente la normativa de la Iglesia, la causa de su beatificación procediera con razonable rapidez. Y he aquí que el día esperado ha llegado; ha llegado pronto, porque así lo ha querido el Señor: Juan Pablo II es beato.
Deseo dirigir un cordial saludo a todos los que, en número tan grande, desde todo el mundo, habéis venido a Roma, para esta feliz circunstancia, a los señores cardenales, a los patriarcas de las Iglesias católicas orientales, hermanos en el episcopado y el sacerdocio, delegaciones oficiales, embajadores y autoridades, personas consagradas y fieles laicos, y lo extiendo a todos los que se unen a nosotros a través de la radio y la televisión.
Éste es el segundo domingo de Pascua, que el beato Juan Pablo II dedicó a la Divina Misericordia. Por eso se eligió este día para la celebración de hoy, porque mi Predecesor, gracias a un designio providencial, entregó el espíritu a Dios precisamente en la tarde de la vigilia de esta fiesta. Además, hoy es el primer día del mes de mayo, el mes de María; y es también la memoria de san José obrero. Estos elementos contribuyen a enriquecer nuestra oración, nos ayudan a nosotros que todavía peregrinamos en el tiempo y el espacio. En cambio, qué diferente es la fiesta en el Cielo entre los ángeles y santos. Y, sin embargo, hay un solo Dios, y un Cristo Señor que, como un puente une la tierra y el cielo, y nosotros nos sentimos en este momento más cerca que nunca, como participando de la Liturgia celestial.
«Dichosos los que crean sin haber visto» (Jn 20, 29). En el evangelio de hoy, Jesús pronuncia esta bienaventuranza: la bienaventuranza de la fe. Nos concierne de un modo particular, porque estamos reunidos precisamente para celebrar una beatificación, y más aún porque hoy un Papa ha sido proclamado Beato, un Sucesor de Pedro, llamado a confirmar en la fe a los hermanos. Juan Pablo II es beato por su fe, fuerte y generosa, apostólica. E inmediatamente recordamos otra bienaventuranza: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17). ¿Qué es lo que el Padre celestial reveló a Simón? Que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Por esta fe Simón se convierte en «Pedro», la roca sobre la que Jesús edifica su Iglesia. La bienaventuranza eterna de Juan Pablo II, que la Iglesia tiene el gozo de proclamar hoy, está incluida en estas palabras de Cristo: «Dichoso, tú, Simón» y «Dichosos los que crean sin haber visto». Ésta es la bienaventuranza de la fe, que también Juan Pablo II recibió de Dios Padre, como un don para la edificación de la Iglesia de Cristo.
Pero nuestro pensamiento se dirige a otra bienaventuranza, que en el evangelio precede a todas las demás. Es la de la Virgen María, la Madre del Redentor. A ella, que acababa de concebir a Jesús en su seno, santa Isabel le dice: «Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1, 45). La bienaventuranza de la fe tiene su modelo en María, y todos nos alegramos de que la beatificación de Juan Pablo II tenga lugar en el primer día del mes mariano, bajo la mirada maternal de Aquella que, con su fe, sostuvo la fe de los Apóstoles, y sostiene continuamente la fe de sus sucesores, especialmente de los que han sido llamados a ocupar la cátedra de Pedro. María no aparece en las narraciones de la resurrección de Cristo, pero su presencia está como oculta en todas partes: ella es la Madre a la que Jesús confió cada uno de los discípulos y toda la comunidad. De modo particular, notamos que la presencia efectiva y materna de María ha sido registrada por san Juan y san Lucas en los contextos que preceden a los del evangelio de hoy y de la primera lectura: en la narración de la muerte de Jesús, donde María aparece al pie de la cruz (cf. Jn 19, 25); y al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, que la presentan en medio de los discípulos reunidos en oración en el cenáculo (cf. Hch. 1, 14).
También la segunda lectura de hoy nos habla de la fe, y es precisamente san Pedro quien escribe, lleno de entusiasmo espiritual, indicando a los nuevos bautizados las razones de su esperanza y su alegría. Me complace observar que en este pasaje, al comienzo de su Primera carta, Pedro no se expresa en un modo exhortativo, sino indicativo; escribe, en efecto: «Por ello os alegráis», y añade: «No habéis visto a Jesucristo, y lo amáis; no lo veis, y creéis en él; y os alegráis con un gozo inefable y transfigurado, alcanzando así la meta de vuestra fe: vuestra propia salvación» (1 P 1, 6.8-9). Todo está en indicativo porque hay una nueva realidad, generada por la resurrección de Cristo, una realidad accesible a la fe. «Es el Señor quien lo ha hecho –dice el Salmo (118, 23)- ha sido un milagro patente», patente a los ojos de la fe.
Queridos hermanos y hermanas, hoy resplandece ante nuestros ojos, bajo la plena luz espiritual de Cristo resucitado, la figura amada y venerada de Juan Pablo II. Hoy, su nombre se añade a la multitud de santos y beatos que él proclamó durante sus casi 27 años de pontificado, recordando con fuerza la vocación universal a la medida alta de la vida cristiana, a la santidad, como afirma la Constitución conciliar sobre la Iglesia Lumen gentium. Todos los miembros del Pueblo de Dios –Obispos, sacerdotes, diáconos, fieles laicos, religiosos, religiosas- estamos en camino hacia la patria celestial, donde nos ha precedido la Virgen María, asociada de modo singular y perfecto al misterio de Cristo y de la Iglesia. Karol Wojtyła, primero como Obispo Auxiliar y después como Arzobispo de Cracovia, participó en el Concilio Vaticano II y sabía que dedicar a María el último capítulo del Documento sobre la Iglesia significaba poner a la Madre del Redentor como imagen y modelo de santidad para todos los cristianos y para la Iglesia entera. Esta visión teológica es la que el beato Juan Pablo II descubrió de joven y que después conservó y profundizó durante toda su vida. Una visión que se resume en el icono bíblico de Cristo en la cruz, y a sus pies María, su madre. Un icono que se encuentra en el evangelio de Juan (19, 25-27) y que quedó sintetizado en el escudo episcopal y posteriormente papal de Karol Wojtyła: una cruz de oro, una «eme» abajo, a la derecha, y el lema: «Totus tuus», que corresponde a la célebre expresión de san Luis María Grignion de Monfort, en la que Karol Wojtyła encontró un principio fundamental para su vida: «Totus tuus ego sum et omnia mea tua sunt. Accipio Te in mea omnia. Praebe mihi cor tuum, Maria -Soy todo tuyo y todo cuanto tengo es tuyo. Tú eres mi todo, oh María; préstame tu corazón». (Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen, n. 266).
El nuevo Beato escribió en su testamento: «Cuando, en el día 16 de octubre de 1978, el cónclave de los cardenales escogió a Juan Pablo II, el primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszyński, me dijo: "La tarea del nuevo Papa consistirá en introducir a la Iglesia en el tercer milenio"». Y añadía: «Deseo expresar una vez más gratitud al Espíritu Santo por el gran don del Concilio Vaticano II, con respecto al cual, junto con la Iglesia entera, y en especial con todo el Episcopado, me siento en deuda. Estoy convencido de que durante mucho tiempo aún las nuevas generaciones podrán recurrir a las riquezas que este Concilio del siglo XX nos ha regalado. Como obispo que participó en el acontecimiento conciliar desde el primer día hasta el último, deseo confiar este gran patrimonio a todos los que están y estarán llamados a aplicarlo. Por mi parte, doy las gracias al eterno Pastor, que me ha permitido estar al servicio de esta grandísima causa a lo largo de todos los años de mi pontificado». ¿Y cuál es esta «causa»? Es la misma que Juan Pablo II anunció en su primera Misa solemne en la Plaza de San Pedro, con las memorables palabras: «¡No temáis! !Abrid, más todavía, abrid de par en par las puertas a Cristo!». Aquello que el Papa recién elegido pedía a todos, él mismo lo llevó a cabo en primera persona: abrió a Cristo la sociedad, la cultura, los sistemas políticos y económicos, invirtiendo con la fuerza de un gigante, fuerza que le venía de Dios, una tendencia que podía parecer irreversible. Con su testimonio de fe, de amor y de valor apostólico, acompañado de una gran humanidad, este hijo ejemplar de la Nación polaca ayudó a los cristianos de todo el mundo a no tener miedo de llamarse cristianos, de pertenecer a la Iglesia, de hablar del Evangelio. En una palabra: ayudó a no tener miedo de la verdad, porque la verdad es garantía de libertad. Más en síntesis todavía: nos devolvió la fuerza de creer en Cristo, porque Cristo es Redemptor hominis, Redentor del hombre: el tema de su primera Encíclica e hilo conductor de todas las demás.
Karol Wojtyła subió al Solio de Pedro llevando consigo la profunda reflexión sobre la confrontación entre el marxismo y el cristianismo, centrada en el hombre. Su mensaje fue éste: el hombre es el camino de la Iglesia, y Cristo es el camino del hombre. Con este mensaje, que es la gran herencia del Concilio Vaticano II y de su «timonel», el Siervo de Dios el Papa Pablo VI, Juan Pablo II condujo al Pueblo de Dios a atravesar el umbral del Tercer Milenio, que gracias precisamente a Cristo él pudo llamar «umbral de la esperanza». Sí, él, a través del largo camino de preparación para el Gran Jubileo, dio al Cristianismo una renovada orientación hacia el futuro, el futuro de Dios, trascendente respecto a la historia, pero que incide también en la historia. Aquella carga de esperanza que en cierta manera se le dio al marxismo y a la ideología del progreso, él la reivindicó legítimamente para el Cristianismo, restituyéndole la fisonomía auténtica de la esperanza, de vivir en la historia con un espíritu de «adviento», con una existencia personal y comunitaria orientada a Cristo, plenitud del hombre y cumplimiento de su anhelo de justicia y de paz.
Quisiera finalmente dar gracias también a Dios por la experiencia personal que me concedió, de colaborar durante mucho tiempo con el beato Papa Juan Pablo II. Ya antes había tenido ocasión de conocerlo y de estimarlo, pero desde 1982, cuando me llamó a Roma como Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, durante 23 años pude estar cerca de él y venerar cada vez más su persona. Su profundidad espiritual y la riqueza de sus intuiciones sostenían mi servicio. El ejemplo de su oración siempre me ha impresionado y edificado: él se sumergía en el encuentro con Dios, aun en medio de las múltiples ocupaciones de su ministerio. Y después, su testimonio en el sufrimiento: el Señor lo fue despojando lentamente de todo, sin embargo él permanecía siempre como una «roca», como Cristo quería. Su profunda humildad, arraigada en la íntima unión con Cristo, le permitió seguir guiando a la Iglesia y dar al mundo un mensaje aún más elocuente, precisamente cuando sus fuerzas físicas iban disminuyendo. Así, él realizó de modo extraordinario la vocación de cada sacerdote y obispo: ser uno con aquel Jesús al que cotidianamente recibe y ofrece en la Eucaristía.
En el texto de la homilía: ¡Dichoso tú, amado Papa Juan Pablo, porque has creído! Te rogamos que continúes sosteniendo desde el Cielo la fe del Pueblo de Dios. [E improvisando, Benedicto XVI añadió:] Tantas veces nos has bendecido desde esta plaza. Santo Padre, hoy te pedimos, bendícenos. Amén.

domingo, 1 de mayo de 2011

Totus Tuus

Todo Tuyo



¡Virgen, Madre de mi Dios,
Haz que yo sea todo tuyo!
Tuyo en la vida
tuyo en la muerte,
Tuyo en el sufrimiento,
tuyo en el miedo
y en la miseria,
tuyo en la Cruz
y en el doloroso desaliento,
tuyo en el tiempo
y en la eternidad,
Virgen, Madre de mi Dios
¡haz que yo sea todo tuyo!

Oración de SS Juan Pablo II